Esa mañana compartimos un desayuno cómplice, con miradas que decían más que solo palabras. Creo que pasé sonrojada toda la mañana. La forma en que me miraba Gabriele hacía que mi corazón se acelerara a mil por hora, como si el mundo entero se desdibujara y solo quedáramos él y yo, flotando en esa burbuja tibia, recién hecha de café, pan tostado y algo mucho más potente: deseo.
Pero la magia se rompió, como suele pasar, de forma abrupta.
Dante apareció por la puerta de la cocina como si no hubiera dormido nada. Se dejó caer en la silla a mi lado con la familiaridad de quien se sabe parte de la casa y sin pedir permiso robó una de las tostadas que Gabriele me había preparado con tanto cuidado.
—Y ¿ustedes tan temprano para ser un día sábado, aquí en la cocina?—dijo con voz ronca y burlona.
Me miró y sonrió mientras le daba un mordisco a la tostada, y yo me limité a sonreírle de vuelta, aunque sentí el ceño fruncido de Gabriele apuntando directo a la nuca de su primo.
—Te quedaron buenas