Esa semana era la más complicada: estaba en etapa de exámenes. Tenía que estudiar más que nunca. Aunque la carrera era casi cien por ciento práctica, algunos ramos como historia de la gastronomía y economía aplicada me exigían bastante concentración. Particularmente disfrutaba el de economía, ya que había clases especialmente dedicadas a la administración de negocios gastronómicos, y eso se conectaba directamente con el sueño que comenzaba a anidar en mi interior: tener algún día un pequeño restaurante propio.
Pero no cualquier restaurante. Mi anhelo era rescatar aquellas recetas antiguas, esas que ya casi se habían extinguido del mapa culinario italiano. Platos que solo las abuelas conocían, transmitidos oralmente, cargados de historia, de amor, de sazón, de hogar. Soñaba con un rincón donde cada bocado fuera una ventana al pasado, una experiencia sensorial y emotiva.
Sin embargo, mientras eso se cocinaba lentamente en mi interior, en paralelo corría otra historia: mi relación con Ga