No sabía cuánto tiempo había pasado desde que mis piernas me habían dejado de responder, desde que me derrumbé después del baño que me ayudó a tomar Teresa. La cama quería tragarse mi cuerpo debilitado. Todo era confuso, borroso, como una pesadilla que me atrapaba entre la fiebre y el miedo.
A lo lejos, en esa bruma de inconsciencia, escuchaba la voz de Teresa, aunque no lograba distinguir claramente lo que decía. Parecía estar discutiendo con alguien. Quise abrir los ojos, gritarle que me ayudara, pero mis labios no se movían. El cuerpo me pesaba como si estuviera anclado a la tierra, sumido en una oscuridad que me absorbía más y más.
—Te dije que no tenías que encerrarla ahí, mi niño —la voz de Teresa llegó amortiguada, como si estuviera detrás de una pared de agua—. Ahora hierve en fiebre.
Una voz masculina le respondió. No podía creer que fuera Gabriele. Él no se preocupaba por nada ni por nadie. Al menos, eso era lo que quería seguir creyendo. Pero había algo en ese tono… un dej