No podía creer lo que acababa de pasar. Era un desgraciado. Un maldito desgraciado.
Durante un buen rato me quedé paralizada, sentada en el suelo helado de esa habitación de castigo. Estaba completamente sola. El silencio era casi insoportable, interrumpido solo por el latido acelerado de mi corazón y mi respiración descompasada.
El lugar era deprimente. Un cuadrado de concreto sin ningún tipo de calidez o humanidad. Las paredes eran grises, frías, como si hubieran sido pensadas para apagar cualquier tipo de esperanza. No había mobiliario, ni siquiera una manta o una silla. El piso, de cemento puro, me calaba los huesos. Una ventana muy alta dejaba pasar una pequeña franja de luz, como una burla. No podía alcanzarla, ni aunque saltara. Sentía que el aire estaba viciado, húmedo, como si el encierro se me metiera por la piel.
Me puse de pie y comencé a caminar de un lado al otro, cruzando los brazos con fuerza sobre mi pecho, como si eso pudiera protegerme de algo. El frío era insoporta