La rabia me invadió como un oleaje feroz. Quería golpearlo, gritarle, escupirle todo el dolor que me había provocado, pero la impotencia me atravesó como una ráfaga helada. Una ráfaga que paraliza, que humilla. La desesperación me llenó los pulmones y por un segundo creí que me ahogaría.
Sabía que salir de allí sería difícil. Pero ahora… ahora era imposible.
Iba a decir algo, quizá a suplicarle, quizá a maldecirlo, no lo sé, cuando Gabriele se levantó de golpe de la silla y se acercó a mí con pasos decididos, como si cada uno retumbara en mi pecho. Su rostro estaba cerca, demasiado cerca, y sus ojos me taladraban como si buscaran romper cada defensa que aún me quedaba.
—Me aseguraré de que no salgas —dijo, con la voz grave y sus palabras impregnadas de una autoridad enfermiza—. Tú me perteneces. No saldrás de aquí si yo no lo autorizo. Lo harás conmigo… o no saldrás.
Mi respiración se volvió errática. El pecho me subía y bajaba en espasmos contenidos y apreté los puños con tanta fuerza