—Gabriele, te vas a arrepentir de esto —dijo Gerónimo—, que apenas volvió al despacho, con su expresión severa y la voz cargada de una paciencia que ya no era infinita—. Te dije que tenías que controlarte.
Me dejé caer en la silla con un bufido, frotándome la cara con ambas manos, como si pudiera borrar el fuego que me recorría las venas.
—Esa mocosa me provoca, joder. No escuchaste todo lo que dijo... todo lo que me escupió como si fuera veneno. Me insultó sin medida.
Gerónimo levantó una ceja, cruzando los brazos frente a su pecho.
—¿Y por qué crees que lo hizo? —me replicó con sorna—. No me digas que le dijiste algo bonito, porque no te creo ni un segundo.
Gruñí, sin responderle. ¿Qué podía decirle? ¿Qué Ludovica me desafiaba con la mirada como si no me temiera? ¿Qué cada palabra suya era como una bofetada a mi orgullo? ¿Qué algo en ella me sacaba de quicio como ninguna mujer antes?
—Ahhhhhh —grité, golpeando con fuerza la mesa con ambas palmas—. ¡Déjalo, ya está hecho!
En ese mome