Salgo de la sala con pasos lentos y me dirijo directo a mi habitación, cerrando la puerta tras de mí con un suspiro profundo. No quiero ver a esa mujer, no quiero enfrentar otra de sus miradas arrogantes ni sus palabras venenosas. Le digo a Teresa que no insista en que baje a comer, que hoy prefiero estar sola. Ella asiente con comprensión, sabe que necesito este tiempo para ordenar mis pensamientos.
Me dejo caer en la cama y siento cómo se me estruja el pecho. La imagen de Elizabetta Marcuzzi sigue dando vueltas en mi cabeza, imponente, perfecta, la prometida que Gabriele tuvo antes de mí. No puedo evitar compararme, y eso me duele más de lo que quiero admitir. Ella, con su porte inalcanzable y su arrogancia, parecía tenerlo todo. Y yo... ¿Qué soy yo para él? ¿Una distracción pasajera? ¿Un error que merece ser olvidado?
El enojo que sentí antes se mezcla ahora con una inseguridad que me invade y me paraliza. Me pregunto si alguna vez valoró realmente lo que yo significaba, o si simpl