Habían pasado más de cinco minutos desde que la dejé en la sala de ecografías. Cinco minutos. Una eternidad.
Al principio pensé que se estaba demorando porque querría preguntar algo más a la doctora, o tal vez necesitaba un momento a solas para componerse. Ludovica era así. No le gustaba que la vieran frágil, menos cuando algo la inquietaba. Pero el tiempo seguía avanzando y ella no salía.
Me puse de pie. Fui hasta el pasillo y me apoyé en la pared, esperando verla aparecer doblando la esquina, con esa sonrisa a medias que siempre intentaba forzar, aunque algo la tuviera inquieta. Pero no. Nada.
La inquietud me atravesó como un alfiler. Toqué la puerta. Una vez. Dos.
—¿Ludo? —llamé, fingiendo calma.
Nada.
Probé con la manilla. Cerrada. Me tensé. Volví a llamar, esta vez con más fuerza.
—¿Doctora? ¿Está todo bien ahí dentro?
Silencio.
Miré hacia los lados. No había nadie en el pasillo. Algo no cuadraba. Me eché hacia atrás y, sin pensarlo más, golpeé la puerta con el hombro hasta forza