Había pasado un mes desde aquella noche en que quise reventar el teléfono de Gabriele contra la pared, y, sin embargo, todo desde entonces se había sumido en una calma que parecía demasiado perfecta. El tipo de calma que uno no se atreve a confiar del todo. Como el silencio denso que se cuela entre las hojas antes de que estalle la tormenta.
Teresa me mimaba como si fuera una porcelana de colección. Bastaba con que mencionara una palabra —tiramisú, profiteroles, crème brûlée— y en menos de una hora tenía una bandeja frente a mí. Mis antojos eran absurdamente dulces, y ella parecía disfrutar más preparándolos que yo comiéndolos. A veces me observaba desde la cocina, como si en cada cucharada me viera florecer.
Gabriele… bueno, él era otra historia.
Se volvió más hogareño, como si cada rincón de la villa lo reclamara. Evitaba las salidas innecesarias. Si tenía que atender algo, lo hacía desde su despacho, con la puerta entreabierta, con la vista puesta en el pasillo, como si necesitara