Desde el momento en que Gabriele me dijo que no podía contarme más, sentí una grieta silenciosa abrirse en mi interior. No era la primera vez que decidía ocultarme cosas “por mi bien”, pero esta vez algo había cambiado. No se trataba de un simple secreto familiar, ni de los códigos con los que parecía moverse su mundo lleno de lealtades torcidas y amenazas veladas. Esta vez se trataba de mí. De nosotros. De nuestro hijo.
Yo no quería que me protegieran como a una porcelana frágil. Quería saber. Estar atenta. Tener las herramientas para identificar el peligro cuando estuviera a las puertas de casa. Si algo había aprendido de todo lo vivido, era que el verdadero daño siempre se ocultaba detrás de una fachada educada, como la de Antonio.
Gabriele me miró antes de subir a la habitación y me acarició la mejilla con los dedos manchados de silencios.
—No me esperes, amore. Necesito hablar con Fyodor sobre algunos asuntos urgentes —dijo con un tono suave, casi culpable.
Asentí sin decir nada.