Desde que Antonio se marchó, el aire en la casa cambió. Fue como si hubiera quedado suspendido algo invisible en el ambiente, algo que ni el perfume de las glicinas ni la calidez de la tarde pudieron disipar. Caminé lentamente por el pasillo que llevaba a la cocina, con una mano en el vientre y la otra rozando la pared, como si mi cuerpo buscara asirse de algo firme.
Era absurdo, pero no podía sacudirme esa incomodidad. Antonio me había parecido cortés, educado incluso. Pero detrás de esa compostura había algo más. Algo que no sabía cómo definir, pero que mis instintos —afilados por la oscuridad de los últimos meses— no dejaban pasar por alto.
El rostro de Teresa cuando lo vio. El cuerpo en tensión de Gerónimo, siempre tan sereno, como una cuerda de acero estirada al límite. Y Gabriele… Ay, Gabriele. Lo había visto fingir muchas veces. Era su especialidad. Pero nunca con tanta dificultad como esa tarde. Su sonrisa había sido forzada, su postura rígida. Como si hubiese contenido un rug