La madera del despacho crujía bajo mis pies descalzos mientras me dejaba llevar por la rabia contenida, por la confusión y el temblor que ya no sabía si nacía del cuerpo o del alma. El abrazo de Gabriele no había logrado apaciguar nada. Seguía palpitando como una herida abierta, con cada palabra aún fresca en mi piel. Antonio, tu padre, control, objetivo, desde adolescente.
Me senté lentamente en uno de los sillones del despacho, ese que tantas veces lo había visto usar para sus largas noches de lectura. Esta vez era yo quien necesitaba sostén. Hundí las manos en el tapizado de terciopelo azul como si eso pudiera anclarme a la realidad. Gabriele se mantuvo de pie un instante, dubitativo, como si no supiera por dónde empezar. Finalmente, se arrodilló frente a mí.
—Te lo contaré todo —me dijo, con una seriedad que me apretó el pecho.
Asentí en silencio. No quería interrupciones. Quería que hablara. Que soltara de una vez aquello que había guardado como si fuera un veneno.
—Antonio supo