El rumor se había esparcido como fuego sobre pasto seco.
Gabriele De Luca no estaba muerto.
Lo decían con miedo, con asombro, con admiración o con rabia, según a quién se escuchará. Algunos se negaban a creerlo. Otros lo temían. Pero nosotros sabíamos que era verdad. Estábamos de vuelta. Y aunque aún no habíamos sido vistos en público, el solo hecho de estar en la villa ya era suficiente para alterar el equilibrio de muchas piezas en el tablero.
La seguridad se multiplicó por diez. Cámaras, sensores, hombres apostados día y noche. Todo debía estar bajo control. Gabriele no dejaría nada al azar. No está vez. Yo lo entendía, aunque una parte de mí todavía se resistía a esa sensación constante de estar siendo observada, vigilada incluso dentro del lugar que alguna vez fue nuestro refugio.
—No me mires así, amore —me dijo una mañana, mientras revisaba informes de vigilancia—. No quiero que esto te incomode. Solo necesito saber que estás segura.
Y cómo discutirle. Él también estaba cambian