Los días siguientes a aquella noche se deslizaron con una suavidad que me pareció irreal. Como si el universo, por una vez, se hubiera detenido a mirarnos con ternura. Gabriele comenzó a recuperar fuerza con más rapidez de la que esperábamos. Su paso se volvió más firme, más seguro. Ya no se apoyaba tanto en mí, y aunque eso me daba alegría, también me dejaba con una extraña nostalgia. Había algo profundamente íntimo en sostener su peso, en compartir el ritmo lento de su andar. Era como si hubiésemos aprendido a caminar juntos desde la fragilidad. Y ahora que él retomaba su camino con pasos propios, yo sentía que algo dentro de mí se quedaba quieto.
No dije nada, por supuesto. Al contrario, celebraba cada uno de sus avances con una sonrisa genuina, con un beso o con palabras de aliento. Gabriele había vuelto. No solo físicamente. Su mente estaba más clara, más despierta. Sus ojos se encendían cuando hablábamos del futuro, cuando se sumergía en conversaciones con Fyodor o Salvatore, vo