La habitación era amplia, silenciosa, y solo interrumpida por los suaves pitidos del monitor que registraba cada uno de sus signos vitales. Una lámpara de pie en la esquina proyectaba una luz cálida y suave, como si el lugar hubiese intentado recrear una especie de hogar temporal para los que allí descansaban. A mí alrededor todo parecía detenido, quieto, como si el mundo supiera que ese instante no podía tocarse.
Gabriele respiraba con calma, el pecho se le elevaba con lentitud bajo las vendas, y yo no podía apartar la vista de él. Había cambiado de posición levemente desde que llegué a estar con él, y aunque no decía una palabra, yo lo sentía más presente. Más consciente.
Yo me había instalado ahí, junto a su cama, con una silla que crujía cada vez que me movía. No me importaba. Podría quedarme ahí días enteros si hacía falta. Con la mano aferrada a la suya, como si soltarlo, significara que podía irse otra vez.
Lo observé en silencio. Su rostro tenía color, el tono saludable de su