Las horas pasaron como si el tiempo no obedeciera su curso natural. El reloj de la sala de espera marcaba cada minuto con un “tic” seco que me parecía burlón. Fyodor no se había movido de su lugar, con la pierna cruzada y los ojos fijos en la pared opuesta. Salvatore iba y venía, recibiendo llamadas, organizando cosas que no lograba escuchar del todo. Yo simplemente estaba… ahí. Con las manos entrelazadas en el regazo, mirando un punto fijo en el suelo, como si con solo esperar con fuerza bastara para mantener a Gabriele con vida.
Me ofrecieron café. Agua. Un cambio de ropa. No quise nada. Solo pedía noticias.
Y cuando finalmente la puerta blanca se abrió, lo supe antes de que el médico dijera una sola palabra.
El rostro del hombre era sereno, profesional, con esa expresión que uno solo ve cuando las cosas están bajo control. Se quitó los guantes, luego la mascarilla, y avanzó hacia nosotros con paso firme.
Salvatore se enderezó. Fyodor se paró sin decir nada. Yo contuve la respiració