El sueño me había devuelto algo de fuerzas, pero era como si el cuerpo apenas comenzara a comprender que estaba vivo. Cada músculo dolía. Cada respiración era una mezcla de alivio y carga. Pero ahí, en medio de todo eso, estaba ella. Ludovica. Su presencia me envolvía como un escudo, y su amor era lo único que mantenía a raya la oscuridad que aún me rozaba por los bordes del alma.
Cuando abrió los ojos y me encontró mirándola, le sonreí apenas. No necesitaba decir nada. Ella lo entendía todo.
—Ve a descansar, Ludo —murmuré, acariciando el dorso de su mano—. Estoy bien… y necesito hablar con Fyodor.
Ella dudó. Su instinto era quedarse, lo sabía. Pero finalmente, asintió. Se inclinó para besarme en la frente con esa delicadeza suya, como si besarme fuese también una forma de protegerme. Luego, con una mirada que era promesa, salió de la habitación.
Minutos después, Fyodor entró.
—Pensé que te habías dormido —dijo, apoyándose contra la puerta.
—Difícil dormir del todo con tantas cosas en