Cruzamos la frontera al amanecer, tal como había dicho Fyodor. El sol aún no despuntaba del todo y el cielo tenía esa tonalidad azul grisácea que precede a los días largos. Íbamos en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, hasta que divisamos los puestos de control. Dos casetas separadas por conos naranjas, una barrera al frente y un par de oficiales eslovenos que tomaban café mientras bostezaban. No sabían que la tensión que uno puede cargar adentro del pecho no depende de lo evidente, sino de lo que arrastra.
Salvatore fue el primero en reaccionar, con esa compostura que se le daba tan bien. Bajó la ventanilla, saludó en ruso fluido, con acento perfecto. Observé con una mezcla de incredulidad y orgullo cómo se desenvolvía con naturalidad, intercambiando palabras con los oficiales como si fuera uno de ellos. Parecía conocer cada gesto, cada término. Uno de los hombres le pidió los documentos. Fyodor, que iba en el asiento del copiloto, ya los tenía preparados y se los