El viento islandés golpeaba las ventanas del despacho, trayendo consigo ese frío húmedo que parecía filtrarse hasta los huesos. Dentro, el fuego crepitaba lento, tiñendo de rojo las paredes cubiertas de mapas y documentos. El olor a madera quemada y cuero viejo llenaba el aire.
Isolde permanecía erguida frente a su padre. Llevaban meses instalados en Islandia, moviéndose con sigilo entre las sombras de una ciudad donde los lobos no tenían poder real. No había manadas, ni deltas, ni jerarquías que respondieran al alfa real. Solo familias dispersas, lobos solitarios, y una calma que olía a oportunidad.
—Lo has hecho muy bien hasta hoy —dijo él, girando lentamente la copa de vino entre los dedos—. Pero no olvides que necesitamos un heredero, para matar a Kaelion.
El reflejo del fuego bailó sobre los ojos de Isolde, dándole un brillo ámbar, casi animal.
—Por eso mismo —respondió ella, con voz suave—, debo asegurarme de que confíe en mí.
Su padre asintió, complacido.
—No solo confíe. Que