El tercer amanecer trajo consigo un aire pesado, como si el cielo mismo contara los días que quedaban. Ariadna intentó salir a la plaza, pero desde el primer paso sintió las miradas clavadas en su espalda. Nadie la saludaba. Nadie sonreía. La gente se apartaba, como si tocarla pudiera contagiarlos de la deuda que arrastraba.
Clara, la posadera, la alcanzó con paso rápido.
—Niña, vuelve adentro. No es buen día para mostrarte.
—¿Qué dicen? —preguntó Ariadna, temiendo la respuesta.
Clara bajó la voz, con el rostro tenso.
—Dicen que si el contador busca un precio… lo mejor sería entregarlo antes de que tome más.
Ariadna sintió que el estómago se le cerraba.
—¿Y a quién quieren entregar?
Clara guardó silencio, y esa ausencia de respuesta fue peor que cualquier palabra.
En la plaza, los murmullos crecían. Un grupo discutía frente al pozo ennegrecido.
—Si ella es la llave, que se sacrifique —decía un hombre.
—No, es el forastero. Todo comenzó cuando él llegó —respondía otro.
El murmullo se t