El amanecer no trajo calma. Los gritos comenzaron antes de que el sol asomara por completo, y esta vez no fue un rumor aislado: fue un clamor. Ariadna se levantó de golpe, el corazón acelerado. Elian ya estaba de pie, con la cadena en la mano, como si lo hubiera sabido antes de que ocurriera.
—Quédate aquí —ordenó.
—No. —Ariadna negó con firmeza, tomando el libro entre sus brazos—. Si el contador quiere que yo lo vea, no puedo esconderme.
Corrieron hacia la plaza. La multitud se había reunido frente a la iglesia. El aire olía a miedo, a madera húmeda y ceniza. Ariadna se abrió paso entre los vecinos, con Elian a su lado como un muro.
En el suelo, junto al campanario, había dos mantas extendidas. Una cubría la cama vacía de la posada; la otra, la de un niño que dormía en la casa de su abuela. Dos desaparecidos en una sola noche.
Las madres lloraban con desesperación, y el pueblo rugía con rabia contenida. En la pared del campanario, grabado con ceniza, brillaba otra vez el símbolo del