La madrugada estaba quieta, demasiado quieta. Elian no había cerrado los ojos en toda la noche. Ariadna dormía recostada sobre su hombro, agotada, con el rostro húmedo por las lágrimas que había derramado antes de rendirse al sueño. Afuera, el viento apenas movía las ramas, como si incluso la naturaleza temiera perturbar la calma.
Elian sabía que la calma era mentira.
Lo supo en el instante en que el libro se abrió solo.
El golpe seco contra la mesa hizo eco en la habitación. Las tapas se separaron y las páginas comenzaron a girar con una velocidad frenética, como si fueran arrastradas por un viento invisible. La tinta brotaba sola, oscura, formando palabras que parecían sangrar.
Elian se incorporó de inmediato, instintivamente intentando cerrarlo. Pero el libro lo rechazó: un resplandor lo obligó a retroceder, como si quemara. Ese destello despertó a Ariadna.
—¿Qué pasa? —murmuró, incorporándose sobresaltada.
Elian la tomó de la mano.
—No lo mires.
Pero ya era tarde. Ariadna vio la p