La plaza quedó vacía al anochecer. El pueblo se había encerrado en sus casas, como si el miedo pudiera mantenerse detrás de puertas de madera. Ariadna y Elian regresaron en silencio. No se hablaron durante el camino; no hacía falta. Ambos llevaban el peso de las miradas, los gritos y la desconfianza grabados en la piel.
En su habitación, la lámpara iluminaba apenas el espacio. El libro estaba sobre la mesa, cerrado, inmóvil. Ariadna lo miró de reojo, pero por primera vez no lo tocó. No quería respuestas. Quería un instante en el que el mundo no dependiera de una página que se escribía sola.
Elian permanecía de pie, apoyado contra la pared, en silencio. Sus ojos grises la observaban con esa intensidad que la hacía sentir desnuda por dentro. Finalmente, Ariadna rompió el silencio:
—Hoy pensé que te perdería.
Elian tensó la mandíbula.
—No lo hiciste.
—Pero casi. —Ella dio un paso hacia él—. Si las sombras hubieran decidido… te habrían llevado.
Elian apartó la mirada.
—Es mi destino. Arde