La libertad llegó envuelta en el frío del asfalto y el olor a goma quemada del vehículo blindado. No hubo éxtasis, ni alivio catártico, solo un adormecimiento profundo, como si mi alma se hubiera quedado rezagada en el torbellino de violencia de los que acabábamos de escapar. El departamento seguro al que me llevaron era la antítesis de la suite de Marko: pequeño, anodino, con muebles funcionales y una ventana que daba a un patio de luces. La puerta no tenía cerrojos electrónicos. Podía abrirla cuando quisiera. Pero ese gesto, tan anhelado durante meses, ahora carecía de significado. La prisión más efectiva se había trasladado a mi interior.
Los días siguientes se desarrollaron como una película en la que yo era una espectadora distante. Fiscales de rostro grave tomaban declaración tras declaración, sus grabadoras capturando mi voz monótona mientras desgranaba los horrores con la precisión clínica de una autopsia. La muerte de Arturo Figueroa, los patrones de los "retiros controlados"