La cena conyugal dejó un residuo. No era el sabor del caldo, sino la sensación de haber sido un espécimen bajo un microscopio de terciopelo. Marko no solo observaba mis acciones; escudriñaba mis pausas, mis silencios, el leve temblor de mi mano al levantar la cuchara. Su paciencia era un instrumento de tortura más refinado que cualquier golpe.
Y en respuesta, algo en mi interior, enterrado bajo capas de shock y sumisión forzada, comenzó a reagruparse. No era la rabia fogosa de antes, ni el dolor lacerante. Era algo más frío, más metódico. Era la analista.
El primer patrón fue el más obvio: Elara. Su puntualidad era militar. 07:00, 12:00, 18:00. Tres conexiones diarias a la bomba. Sus movimientos eran un algoritmo: entrar, revisar el punto de inserción con el hisopo frío, conectar el nuevo frasco, ajustar el flujo a 65 mililitros por hora, salir. Nunca variaba. Nunca cometía un error. Pero descubrí una anomalía: los días que Marko anunciaba una visita por la tarde, Elara, durante la co