El zumbido de la bomba de alimentación cesó a las 18:00 en punto. Ese silencio, tan ansiado y a la vez tan cargado, era la antesala del siguiente evento en el Protocolo de la Esposa. No era la desconexión para la noche; era el preludio de la Cena.
A las 18:30, la puerta se abrió sin previo aviso. No era Elara. Era una mujer joven, de rostro inexpresivo y vestida con un uniforme de sirvienta, quien empujaba un carrito de comida cubierto con una campana de plata. Detrás de ella, dos guardias movieron con eficiencia una mesita redonda de madera oscura y dos sillas al centro de la habitación, frente a la ventana panorámica. El cielo exterior comenzaba a teñirse de naranjas y púrpuras, un espectáculo cromático que parecía creado por un escenógrafo para la ocasión.
Ninguno de ellos me miró. Eran extensiones del mobiliario, piezas del decorado que Marko estaba montando para nuestra primera cena conyugal.
A las 18:55, él entró.
Marko lucía un traje casual de lino color arena, impecable. Se ve