El Protocolo de la Esposa se desarrollaba con su precisión habitual. 17:40. El destello cegador en la terraza. 18:00. La desconexión de la bomba. 18:30. La habitación lista para la cena. Pero esa noche, no llegó el carrito de la comida. En su lugar, a las 18:25, la puerta se abrió y Marko entró, solo. Su sonrisa era diferente, no la de esposo paciente, sino la de un director de escena a punto de revelar un giro argumental crucial.
"Alma, querida," anunció, con un tono casi jovial. "Tienes una visita. Alguien muy especial ha estado preocupado por ti."
Un frío que no tenía que ver con la climatización se extendió por mis venas. Antes de que pudiera formular un pensamiento, la puerta se abrió de par en par y él entró.
Mi padre.
Don Rodrigo Balmaceda estaba impecable, como siempre. Traje azul marino, pelo plateado peinado con esmero, la postura rígida del hombre que cree que el mundo es una extensión de su propio escritorio. Sus ojos, del mismo tono castaño que los míos, me escanearon de