La noche fue interminable. Marko no me liberó de la silla. El castigo, o la prueba, continuaba. El dolor se había convertido en una entidad viva que se enroscaba alrededor de mi columna, se clavaba en mis articulaciones y palpitaba en mis sienes. El hambre ya no era un rugido, sino un zumbido bajo y constante, un estado de existencia. Mis párpados pesaban como plomos, pero el malestar me mantenía en un estado de duermevela, atrapada en la frontera agónica entre la conciencia y el olvido.
Soñé, o tal vez deliré, con Tomás. No con el Tomás frío y distante de los últimos días, sino con el de la bodega, el de las confesiones a la luz de una lámpara. Soñé que entraba en la guarida, que forcejeaba con los guardias, que me liberaba de las correas. Pero cuando se acercaba a mí, su rostro se transformaba en el de Marko, con esa sonrisa de triunfo retorcido. Me despertaba sobresaltada, el corazón embistiendo contra mis costillas, solo para encontrar la misma realidad opresiva: la silla, el sile