No hubo más sillas, ni tazones, ni panecillos tentadores. Durante dos días, la guarida volvió a su silencio opresivo, roto solo por las visitas de Marko. Pero ya no eran sesiones de tortura psicológica. Eran… trámites.
La debilidad se había adueñado de mí por completo. Mis pensamientos eran como niebla, mis miembros pesados e indóciles. Ya no podía mantenerme sentada en la cama; yacía sobre la manta áspera, mirando los respiraderos altos, mi mundo reducido a la lucha por respirar y el lento latido de mi corazón. La rabia se había consumido, dejando solo una resignación helada. Había cruzado un umbral, pero no el que Marko esperaba. Había aceptado que mi cuerpo tenía un límite, y que yo vivía más allá de él.
Marko entraba, a veces con un vaso de agua que colocaba en la mesita de noche sin decir palabra. Yo lo bebía con avidez cuando me quedaba sola, demasiado débil para rechazar incluso ese mínimo gesto de sustento. Él lo sabía. Su victoria no era mi rendición, sino mi dependencia.
La