Los días en la guarida se fundieron en una monotonía opresiva, un ciclo de luz artificial y silencio roto solo por las visitas de Marko. Su estrategia no era la de un captor impaciente, sino la de un domador metódico.
Cada visita seguía un patrón. Llegaba a horas impredecibles, a veces dos veces al día, a veces pasaban doce horas sin verlo. A veces traía comida—platos sencillos, fríos, que dejaba sobre la isla de la cocina—. Otras veces, llegaba con las manos vacías, solo para observar.
Su acoso no era, al principio, violento. Era posesivo, invasivo. Se sentaba en el sofá de cuero y me observaba mientras yo me negaba a comer frente a él, o mientras me paseaba por el perímetro de la habitación como un felino enjaulado.
"Tu resistencia es admirable, Alma", dijo en una de esas visitas, su voz un ronroneo en la penumbra. "Pero es energía malgastada. Esta celda no es tu castigo. Es tu crisol. Te está fundiendo, quitándote las impurezas de la desobediencia."
"No me estás fundiendo", murmuré