La copa de vino se quedó allí, en la isla de la cocina, como un centro de gravedad malsano en mi universo reducido. Su presencia era un recordatorio constante, un símbolo de la rendición que Marko esperaba. La primera noche, la miré con desprecio. La segunda, con una curiosidad morbosa. Para la tercera, era un testigo mudo de mi creciente desesperación.
Marko no mencionaba la copa. Su estrategia era más sutil. Sus visitas se volvieron más frecuentes, más largas. A veces se sentaba y hablaba de sus negocios, de la historia de su familia, de la "honorabilidad" de su código criminal, como si intentara seducir no a la mujer, sino a la intelectual que había en mí. Otras veces, guardaba un silencio absoluto, observándome con esa mirada de propietario que me hacía sentir desnuda y vulnerable.
El hambre comenzó a hacerse presente, un dolor sordo y traicionero. Había estado sobreviviendo con agua del grifo, pero mi cuerpo pedía más. Una mañana, después de que Marko dejara un plato con fruta fr