El traqueteo de la furgoneta se convertía en el latido de un nuevo y aterrador mundo. La sedación que circulaba por mis venas era una niebla espesa, envolviendo los bordes más afilados del pánico, pero nublando también mis sentidos. Yacía en el frío piso de metal, mi mejilla presionada contra la superficie áspera, cada bache del camino resonando en mis huesos. El olor a aceite y goma de neumático se mezclaba con un tenue aroma a limpiador industrial, un intento fallido de enmascarar la esencia de violencia y clandestinidad.
A través de la penumbra, podía distinguir las siluetas de dos hombres sentados en los asientos delanteros. No hablaban. La radio estaba apagada. Solo el rugido sordo del motor y el susurro de los neumáticos sobre el asfalto llenaban el espacio. Eran profesionales. Esto era rutina para ellos.
Con un esfuerzo sobrehumano, centré mi mente en tareas concretas, anclándome a la realidad para evitar que el miedo me tragara por completo. Respira. Cuatro adentro. Cuatro en