Roxana deja el microtransmisor sobre el posavasos. Luz roja, tres destellos, silencio. Felicia cierra cortinas. Andrea cubre la cámara del televisor con cinta. Tomás baja las persianas del pasillo. El pulso me golpea en las encías.
—No es el único micrófono —dice Roxana, señalando la base de la lámpara—. Hay otro activo.
Saca del abrigo una cajita negra. La enciende. Luz verde intermitente. Recorre el living sin ruido. Se detiene junto a la lámpara, mete dos dedos en la base y extrae otro bicho, delgado como una uña.
—Adhesivo antiguo —dice—. Lleva semanas; no es nuevo: este edificio ya estaba intervenido por los suyos.
Andrea guarda ambos en una bolsa con cierre y apunta la hora. Felicia revisa zócalos y marcos. El cansancio se me sienta en los hombros.
—V‑12 no está limpio —remata Roxana—. De ahora en adelante, todo con contramedidas activas. Y breve.
—¿Cómo entraron? —pregunta Felicia.
—No es ganzúa —aclara Andrea, tocando el cilindro—. No hay forzadura visible: marco y bombín limp