Apago la luz, extiendo la manta junto al sofá e intento dormir. No puedo: del otro lado del tabique, la respiración amortiguada de Tomás avanza en parejo ralentí, ese ronroneo mínimo del motor cuando no acelera, y me mantiene despierta. Cuando se interrumpe por segundos, el silencio suena peor, como un pasillo que espera. Me rindo. Me siento y enciendo la lámpara baja.
Me siento en el suelo con la espalda al sofá y la libreta en el pecho. Escribo sin adornos lo que sí: nos siguieron y los perdimos; entramos a V-12; el departamento tiene costuras donde podría romperse; Tomás llegó y se guardó; no hay nosotros; las “pruebas” sueltas huelen a carnada; si no hay prueba de vida limpia, no salimos; Felicia sostiene la máquina, Andrea el borde, yo escribo. Leo en voz muy baja, como si me dictara una orden en el pabellón. Respiración cuatro adentro, cuatro en pausa, seis afuera. El cuerpo obedece a medias.
Pego la oreja al suelo un segundo. El edificio tiene su propia auscultación: cañerías c