La rabia glacial que mi padre había forjado en mí se solidificó en una determinación silenciosa. Ya no era una prisionera a la deriva; era un instrumento de venganza en proceso de calibración. Cada "sí", cada sonrisa vacía, cada bocado de comida que ahora aceptaba sin rechazar (mi alimentación por sonda había sido reducida a una sola sesión nocturna, otro "premio" por mi "mejoría"), era un movimiento calculado. Estaba aprendiendo el lenguaje de mi cautiverio para, eventualmente, usarlo en su contra.
Pero la rabia, por sí sola, no era un plan. Necesitaba un punto de apoyo en el mundo exterior, una grieta por donde colarse la posibilidad, por remota que fuera, de que no estaba completamente sola.
Esa posibilidad llegó durante la "Terapia de Terraza" de las 17:40.
El ritual era siempre el mismo: los dos guardias en sus puestos, inmóviles como esfinges con gafas de sol, el aire filtrado moviendo apenas las hojas de las plantas ornamentales, el destello cegador del edificio espejado que, p