—Alma, me conoces. Soy Roxana Muñoz: en planilla, mantención; en nómina, otra cosa —dice—. No hay tiempo para protocolos. Vengo a hacerte una oferta que no te va a gustar… hasta que te salve.
El departamento V-12 parece encogerse un centímetro. El zumbido del transformador detrás de la pared se vuelve un tono continuo, como una respiración mecánica que no termina de exhalar. Tomás está en el living, erguido, serio, ese enigma útil que le conozco: manos a los costados, mirada que no pide, esa mirada tan intrigante y cautivadora que le caracteriza. No dice mi nombre. No hace falta. La habitación huele a cloro barato y a la tela húmeda del abrigo.
—Unidad de Integridad —repito, para que la palabra aterrice.
—Servicio de Inteligencia Sanitaria —aclara Roxana—. Legal, aunque a ratos cueste creerlo. Infiltrada hace dos años en el circuito de mantenimiento, bodegas, proveedores y accesos. Mi cobertura es la que tú viste: llaves, calderas, camiones, carteles de CCTV. Mis jefes son los que no