Salgo del hospital con la sensación de haber dejado piezas suspendidas en el aire. No es una metáfora; es literal. Quedan solicitudes en revisión, un paciente que empezó a hablar y un correo que no cierra nada. Podría volver a subir y empujar un poco más, pero me conozco: el impulso de seguir a esta hora solo alimenta la niebla. Tomo el auto. Enciendo sin música. El tablero refleja la tarde como una lámina. Manejo tranquila, con el cuerpo todavía en modo turno.
El edificio de Tomás es sobrio, de ladrillo visto. Estaciono en la calle y subo. No toco el timbre inmediatamente. Repaso la lista mental de lo que necesito decir y lo que necesito escuchar. Luego, sí. Dos golpes. La puerta se abre casi de inmediato.
Tomás está de civil. Polera negra, jeans gastados. No lleva reloj. Hay algo en su manera de hacerse a un lado para abrirme paso que dice más que cualquier saludo.
—Pasa —dice.
Conozco el olor de su departamento: café y madera. El espacio es funcional: un sillón, una mesa limpia y u