El departamento de Tomás huele a café viejo y a mentol. La frazada del sofá está hecha un ovillo, signo de la pelea de la noche. Tiene el pómulo verdoso, la ceja cerrada con tiras y esa tirantez en el costado que le corta el aire a mitad de camino.
—Otra noche aquí te dejará torcido —digo, tocando el respaldo.
—La cama está al fondo —admite—. No quiero moverme.
—Entonces vamos al fondo.
Me acomodo bajo su axila izquierda y lo levanto con paciencia. Su brazo bueno pasa por mis hombros; mi mano se afirma en su antebrazo. Cada paso es un cálculo de dolor y oxígeno. El pasillo se siente como un puente colgante que cruzamos de a dos.
Su pieza tiene lo justo: cama ancha, una silla con ropa, un velador con linterna y un libro boca abajo. Lo siento en el borde. Me arremango y despliego el kit: tijera, gasas, suero, tiras nuevas. Despego el vendaje con calma; la piel responde sin gritar. Reemplazo, aliso, aseguro. Él me mira como si aprender a ser cuidado fuera un idioma nuevo.
—¿Pica?
—Solo d