Han pasado seis días.
Seis malditos días desde que Lorenzo cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Su piel ha perdido ese tono cálido que tanto me obsesionaba. Ahora parece de porcelana, fría, frágil. Cada mañana lo aseo yo misma, reviso las vías, los monitores, los drenajes, la sonda. Sé que no debería, pero no confío en nadie. Y cada vez que paso una esponja tibia sobre su pecho, siento que se me va muriendo algo adentro.
—Vamos, amor… —susurro mientras acomodo los electrodos del monitor—. Despierta, por favor…
El pitido constante del monitor cardíaco me responde con la misma frialdad de siempre. Ritmo estable, pero sin respuesta neurológica.
Mi garganta se cierra. Salgo de la habitación, cierro la puerta con suavidad y me dejo caer al suelo del pasillo.
No puedo más.
Lloro, y no es un llanto silencioso. Es un grito contenido, desgarrador, que se me sale del pecho.
—¡Maldita sea, Cesare! —grito cuando siento su sombra acercarse—. ¡No puedo seguir esperando!
El abogado se agacha a mi l