El alma en un hilo

El aeropuerto era un caos de voces, luces y murmullos que apenas escuchaba. Todo se sentía difuso, como si caminara dentro de una nube. El abogado me esperaba cerca del control de pasaportes, con una maleta en la mano.

—¿Ya tienes los boletos? —pregunté apenas lo vi.

—Sí —respondió con tono grave—. Salimos en menos de cuarenta minutos.

Asentí. Tenía el corazón tan acelerado que sentía que el aire no me alcanzaba. Cesare me miró con una mezcla de lástima y preocupación. No supe cuál de las dos me hería más.

—¿Tú también vas? —pregunté mientras avanzábamos hacia el embarque.

—Claro —respondió sin dudar—. Lorenzo Dimonte no es solo mi jefe, Isabella. Es mi amigo. No voy a dejarte sola en esto.

Tragué saliva. Su voz me conmovió, pero no respondí. No tenía fuerzas.

Abordamos el avión una hora después. Todo el trayecto fue un suplicio. Las turbulencias, el silencio, el pitido constante del cinturón de seguridad. Intenté dormir, pero no pude. Cerraba los ojos y solo veía la sangre en su mano
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