Cuando abrí los ojos, todo era oscuridad. Sentí el sabor metálico de la sangre seca en mis labios y un dolor agudo en el abdomen. Intenté moverme, pero un grito mudo escapó de mi garganta: el cuerpo no me respondía. Tenía la sensación de que algo estaba clavado dentro de mí, como si el aire pesara toneladas sobre el pecho.
—¿Dónde… estoy? —murmuré, o al menos eso creí hacer, porque mi voz sonó ahogada, casi inexistente.
Un pitido intermitente resonaba a mi lado. Algo frío tocaba mi brazo: una vía. Me llevé la mano con torpeza, notando la aguja incrustada en la piel. La cabeza me dolía, los recuerdos eran trozos rotos que se mezclaban con la sangre y el miedo. La riña… la sangre… los gritos de la Gata pidiendo ayuda…
Las luces se encendieron de golpe, y parpadeé cegada por el resplandor. El olor a desinfectante me golpeó el olfato. Una figura apareció frente a mí: un hombre alto, con bata blanca y guantes quirúrgicos. Tenía una sonrisa forzada, casi inhumana.
—Vaya, al fin despiertas —