El frío me envolvía con una dulzura extraña. No era ese tipo de frío que duele o que se mete bajo la piel como cuchillas invisibles. Era un frío agradable, tibio en las orillas, como si alguien lo hubiera diseñado para hacerme descansar. Mi cuerpo se sentía liviano, tan cómodo que por un segundo creí haber muerto.
Me moví un poco y rocé algo suave bajo mi mejilla. Una textura aterciopelada, limpia, perfumada. La abracé sin pensar. Olía a lavanda, a jabón, a ropa recién planchada.
Pero entonces mi mente se detuvo.
¿Limpio? ¿Lavanda? ¿Almohada?
Abrí los ojos con brusquedad y me incorporé, un vértigo helado recorriéndome el pecho. Miré a mi alrededor sin entender nada. La habitación era demasiado elegante para ser un hospital público, y ni hablar de una cárcel. Las paredes eran color marfil, el suelo de madera clara, las cortinas gruesas con bordes dorados. Todo tenía un orden pulcro, casi quirúrgico.
El corazón me latía con fuerza. No, esto no podía ser real. Yo estaba en la prisión, en