Un mes. Treinta días exactos desde que crucé esa puerta convertida en esposa de Nikolay Sokolov. Treinta días de órdenes susurradas con voz de hielo, de notas escritas con letra impasible, de normas absurdas disfrazadas de rutina. Y de mi parte, treinta días de desafíos calculados, miradas que sabían lo que hacían y una sonrisa siempre dispuesta a provocar.
La guerra nunca se declaró. Pero tampoco se detuvo. Esa mañana, Lara entró en la habitación con una bandeja de desayuno. Yo estaba sentada en el alféizar de la ventana, con Zar en mi regazo y los pies descalzos apoyados sobre la madera fría. -¿Dormiste bien? -preguntó ella con su voz suave, como si temiera que las paredes escucharan. -¿Se puede dormir bien en un palacio con barrotes invisibles? -respondí sin mirarla, acariciando la cabeza de Zar. Lara sonrió con discreción. La conocía lo suficiente para saber que eso, viniendo de ella, era casi una carcajada. -Hoy parece tranquilo. No ha dado órdenes nuevas. -Dejó la bandeja en la mesa y se acercó un poco más-. Pero ten cuidado, Bianca. A veces, el silencio de los Sokolov es solo la antesala del rugido. Levanté una ceja. -¿Siempre hablas en proverbios rusos o es una especialidad para mí? -Solo contigo. Me recuerdas a su hermana. Rebelde. Insoportable. Valiente. -Y bajó la voz aún más-. Ella también intentó huir una vez. Solo una. No dijo más. Tampoco hacía falta. Esa tarde, recibí un mensaje de Ada: Fiesta esta noche. Cerveza, música y gente normal. Ven. Necesitas aire. Miré el móvil. Luego miré la cámara del pasillo. Sonreí. -Que empiece el juego. --- La elección del vestido fue un acto de guerra. Corto, ajustado, rojo. Uno de esos que brillan demasiado bajo las luces y dejan muy poco a la imaginación. Me maquillé frente al espejo con una lentitud que rozaba lo sensual, con la música alta en mis auriculares y una sonrisa torcida pintada en los labios. Zar me observaba desde la cama, como si supiera que aquello iba a terminar mal. Cuando salí por la puerta de servicio, Lara me encontró en el pasillo. -¿A dónde vas? -susurró, claramente alarmada. -A recordar quién era antes de ser un trofeo en una vitrina cara. -Bianca, si él se entera... -¿Y qué? ¿Va a encerrarme? ¿Quitarme el postre? -me burlé con una sonrisa amarga-. Necesito una noche. Solo una. Lara dudó... y luego asintió. -Te cubro. Pero vuelve antes del amanecer. Y no bebas demasiado. La abracé brevemente, sorprendida por mi propio impulso. Luego desaparecí escaleras abajo, con el corazón latiendo fuerte. --- La fiesta era en un loft cerca del río. Luces de neón, alcohol barato, música que hacía vibrar los huesos. Y gente que no me miraba como si fuera de cristal. Gente normal. Ada me abrazó apenas me vio. -¡Dios mío, estás viva! Pensamos que ese mafioso te había encerrado en un castillo con dragones. -No estaba lejos -reí-. Pero tenía buena comida. Ethan, el amigo de Ada con sonrisa fácil y mirada demasiado encantadora, se acercó con dos copas. -¿Brindamos por las fugitivas? -Por las que aún tienen fuego en la sangre -respondí, chocando mi copa con la suya. Bailé. Reí. Me dejé llevar por la música y el alcohol. En un momento, Ethan me tomó de la mano y me giró entre la multitud. Acabamos demasiado cerca. Su boca buscó la mía. No lo rechacé. Tampoco lo deseé. Fue una declaración silenciosa para alguien que seguramente lo estaba viendo desde alguna cámara oculta. Un beso con sabor a desafío. Al separarme, noté cómo mi móvil vibraba en el bolso. Lo saqué. Muy bonita tu actuación. Saluda al chico de mi parte. -N. El mundo dejó de girar por un segundo. -¿Todo bien? -preguntó Ada, notando mi rostro pálido. -Sí. Solo... creo que se acabó la fiesta para mí. --- Entré a la casa en silencio. El reloj marcaba las tres y cuarto de la madrugada. Creía que todo estaría oscuro. Que podría colarme en mi habitación y fingir que nada había pasado. Pero la luz del despacho estaba encendida. Nikolay estaba allí, sentado con las piernas cruzadas, una copa de whisky en la mano y Zar dormido a sus pies. Me miró como si llevara esperándome toda la vida. -¿Te divertiste, Bianca? Tragué saliva. Levanté la barbilla. -No más que tú viendo las cámaras, supongo. Silencio. -Bebí. Bailé. Besé a un idiota con olor a cerveza. ¿Vas a castigarme por vivir? Él se puso de pie con calma. Caminó hacia mí. Yo no retrocedí. -No por vivir. Por hacerlo sabiendo que te observo. Por provocarme, sabiendo lo que soy. -¿Y qué eres, Nikolay? -Alguien que no tolera la traición. Sus ojos no estaban encendidos de rabia. No gritó. No golpeó nada. Eso fue lo más aterrador. -¿Crees que esto es una prisión? Entonces actúa como una prisionera. -Me tomó del brazo. Firme, sin violencia. Y me arrastró hasta mi habitación. Abrió la puerta, me empujó suavemente dentro. -Nikolay... -Esta noche, te quedas aquí. La cerradura giró con un clic seco. Lo escuché alejarse sin una palabra más. Golpeé la puerta. Llamé su nombre. Silencio. Solo Zar maulló débilmente al otro lado, como único eco de mi encierro. Me lancé contra la puerta. -¡Nikolay! -grité, golpeando con la palma abierta una y otra vez-. ¡No puedes encerrarme como si fuera un maldito problema que puedes archivar! Nada. Silencio. -¡¿Me oyes?! ¡No soy tu muñeca de porcelana, ni tu mascota domesticada! ¡Y si crees que vas a doblegarme encerrándome, entonces no me conoces en absoluto! Di una patada al marco con furia. Me ardía la garganta, pero no iba a callarme. Zar seguía maullando al otro lado, inquieto. Como si también supiera que esto era una guerra que acababa de escalar. No lloré. No me acurruqué. No me rendí. Registré la habitación con los ojos encendidos. ¿Qué tenía? Un mueble pesado, una lámpara, una silla. Nada que pudiera usar para forzar la cerradura, pero sí para hacer ruido. Para recordarle que yo no era alguien a quien encerrar sin consecuencias. Empujé la silla contra la puerta. Una vez. Dos veces. Fuerte. Que lo escuchara. Que supiera que Bianca no obedecía. Que no iba a quedarse quieta como una buena esposa rusa esperando que el castigo terminara. -¡No soy tu prisionera! -exclamé, jadeando, con el cabello pegado a la frente-. ¡Y si esto es una jaula, me vas a ver romper cada maldito barrote con los dientes si hace falta! La madera crujió bajo mis embestidas. No se rompió, pero tampoco yo. Me dejé caer en el suelo, no por agotamiento, sino para trazar un plan. Si no podía salir por la puerta, encontraría otra forma. La ventana. Las bisagras. Lo que fuera. Porque Nikolay Sokolov podía tener dinero, poder y un castillo lleno de cámaras. Pero no tenía mi rendición. Y no la iba a tener. Porque no era una niña malcriada jugando a ser libre. Era una chica vendida como una posesión, peleando por recuperar lo único que aún le pertenecía: su voz. Pasaron horas. O eso creí. El reloj en la pared parecía haberse detenido justo para burlarse de mí, marcando las dos y cinco una y otra vez como si el tiempo también quisiera castigarme. Me había calmado, al menos en apariencia. Pero dentro de mí, la rabia latía como un tambor de guerra. No era miedo lo que sentía. Era humillación. La asquerosa sensación de que alguien había decidido que mi libertad tenía fecha de caducidad. Me levanté del suelo y me acerqué al espejo. El reflejo me devolvió la imagen de una chica despeinada, con los labios pintados a medias y los ojos inyectados de furia. -No vas a ganarme -murmuré a mi otro yo, y sonreí como una loba herida que aún conserva los colmillos. Me acerqué a la puerta, pegué la oreja. Silencio. -Zar... -susurré, y sonreí al escuchar un leve maullido del otro lado-. Así que sigues ahí, compañero. Me quité los tacones y los lancé con fuerza contra la puerta. No para dañarla. Para llamar su atención. Para que supiera que estaba despierta, furiosa y viva. Nada. -Cobarde -escupí al vacío. Volví a sentarme, esta vez sobre la cama. Las sábanas olían a lavanda, demasiado suaves, como si el lujo pudiera compensar la sensación de estar en una cárcel dorada. Pensé en Lara. En si habría escuchado todo. En si le permitirían siquiera acercarse. Pensé en mis padres. En el silencio con el que firmaron los papeles que me vendieron como si fuera una propiedad. Pensé en Nikolay. En sus ojos fríos. En esa calma peligrosa que tenía justo antes de dictar sentencia. Y entonces, sin querer, pensé también en cómo me había mirado aquella vez en el comedor. Cuando se me cayó la servilleta y él la recogió sin decir una palabra. La forma en que sus dedos rozaron los míos, apenas un segundo. -Jódete, Nikolay -susurré, sintiendo cómo esa parte de mí que temía hundirse se aferraba a una certeza brutal: si quería quebrarme, tendría que arrastrarme al infierno con él. Me puse de pie. Me quité el vestido, me puse una camiseta larga que encontré en el armario. No suya. Una de las neutras. Me lavé la cara, me cepillé el cabello. Porque si pensaba verme derrotada cuando abriera esa puerta, estaba muy equivocado. Me senté junto a la puerta y recité en voz baja todo lo que pensaba decirle. -Uno: no me pides respeto mientras me tratas como un perro. Dos: no soy una niña jugando a ser mujer. Y tres: si crees que puedes matarme lentamente, mejor empieza a cavar bien profundo. Una sombra se asomó por debajo de la puerta. Unos pasos. Silencio. -¿Ya se te pasó la rabieta? -la voz de Nikolay, tan calmada que parecía falsa. Me incorporé de golpe. -¿Ya se te pasó el complejo de carcelero? -Estás jugando a un juego muy peligroso, Bianca. -¿Y tú no? -respondí, pegando la frente contra la puerta-. Me compraste como si fuera una planta decorativa. Pero no contabas con que pudiera hablar, ¿eh? Silencio. Luego, la cerradura giró. Lentamente. La puerta se abrió apenas un poco. Lo vi de pie, imponente, con el ceño fruncido y los ojos fijos en los míos. -Puedes salir -dijo, sin moverse-. Pero recuerda esto, Bianca: cada acto tiene consecuencias. No soy tu enemigo, pero tampoco soy un hombre que perdona con facilidad. -No necesito que me perdones -respondí, con los pies firmes sobre el suelo-. Solo que recuerdes que me vendieron. Y tú me compraste. Todo lo demás es teatro. Caminé hacia él. Despacio. Y cuando estuve cerca, lo miré de frente, sin pestañear. -¿Vas a matarme por querer respirar? -pregunté. No respondió. Solo se apartó del marco de la puerta para dejarme pasar. Pero sus ojos... Sus ojos ardían. Y los míos también.