CAPITULO 6

El silencio era más denso que nunca. Ni el canto lejano de los pájaros ni el eco de los pasos del personal de servicio lograban colarse por los pasillos esa mañana.

Me había despertado con el primer rayo de sol, aún vestida con la camiseta larga, los pies fríos y el corazón ardiendo. No porque estuviera dolida, sino porque mi mente no dejaba de repetirse lo mismo: “No te dobles. Nunca”.

Cuando abrí la puerta, Lara estaba allí. Sentada en el suelo como si llevara horas.

—¿Qué haces aquí? —susurré, sin atreverme a mostrar sorpresa.

—Esperaba oír movimiento. —Se levantó con lentitud y me abrazó sin pedir permiso—. ¿Estás bien?

—Estoy mejor que él —respondí con una sonrisa torcida—. Creo que anoche su ego necesitó más hielo que whisky.

Lara no sonrió. Solo negó con la cabeza.

—No vuelvas a hacerlo.

—¿Desobedecer?

—Sobrevivir así es más difícil de lo que crees.

—Entonces será un reto interesante.

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Bajé las escaleras con paso firme. Me había puesto uno de los vestidos más elegantes del armario, de esos que no revelaban demasiado, pero insinuaban con elegancia. Recogí el pelo en una trenza suelta y me puse los tacones más incómodos que encontré. Porque sí, a veces la guerra se libra con estética.

Nikolay estaba en el comedor, leyendo el periódico como si no hubiera encerrado a su esposa la noche anterior.

—Buenos días —saludé con tono neutro, sentándome frente a él.

Tardó unos segundos en alzar la mirada. Cuando lo hizo, sus ojos recorrieron mi figura sin disimulo.

—Dormiste bien.

No era una pregunta.

—Después de que se me pasara la ira, sí. ¿Y tú? ¿Cómo se duerme sabiendo que has perdido tu primera batalla?

Levantó una ceja. Sonrió con la comisura de los labios, apenas.

—¿Eso crees?

—Eso sé.

Zar saltó a mi regazo. Lo acaricié con una mano mientras con la otra partía un croissant con parsimonia.

—Hoy no tienes permiso para salir —dijo de pronto, como si hablara del clima.

—¿Perdón?

—He reforzado el sistema. No puedes acceder al jardín, ni a la biblioteca externa, ni a las terrazas. Es temporal.

—¿Castigo silencioso, versión dos?

—Protección.

—¿De qué? ¿De la vida? ¿O de mí misma?

No contestó. En su lugar, dobló el periódico con precisión milimétrica y se levantó.

—A las siete hay cena formal con los Antonov. Ponte algo decente.

—¿También quieres elegir mi ropa ahora?

Se detuvo en seco, se giró, y me miró con ese tono de voz que parecía cuchillas disfrazadas de terciopelo.

—No, Bianca. Pero si vas a representar a esta familia, procura no parecer una bomba de relojería.

—Una bomba puede ser elegante, Nikolay. Solo necesita saber cuándo explotar.

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El resto del día fue una danza muda. Nikolay desapareció entre reuniones, y yo entre habitaciones. Probé cada cerradura, cada rincón. Todo estaba bloqueado.

Zar me seguía a todas partes. Lara me traía café, algún libro, pero ninguno de los que realmente quería. Las páginas de historia familiar estaban cerradas para mí, como si no mereciera conocer el imperio al que me habían encadenado.

A las seis, Lara entró con el vestido.

—Te lo ha enviado él. Para la cena.

—¿Y si no me lo pongo?

—Habrá consecuencias. —Hizo una pausa—. Pero también una oportunidad. Los Antonov son importantes. Si los impresionas, ganas terreno.

Miré el vestido. Negro, entallado, sobrio. Con una abertura en la pierna y escote elegante. Puro control. Como todo en esta casa.

—Dile que me lo pondré —dije al final—, pero que no crea que eso significa obediencia. Solo estrategia.

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La cena fue una partida de ajedrez entre sonrisas fingidas.

Los Antonov eran un matrimonio mayor, vestidos como si acabaran de salir de una ópera. Ella hablaba en susurros, él observaba con ojos de zorro viejo. Yo actué como si llevara años a su lado: copa en mano, palabras precisas, modales perfectos.

Nikolay se mantenía a mi lado, como un lobo domesticado. Pero sus dedos rozaban mi espalda en ciertos momentos, como una advertencia silenciosa: "Sigue así y quizás te deje respirar".

—¿Y cómo os conocisteis? —preguntó la señora Antonov con una sonrisa indulgente.

—Fue un arreglo familiar —respondí antes que Nikolay, sonriendo igual—. Muy… tradicional.

—Pero parece que os entendéis bien —comentó el señor Antonov, observándonos como si fuéramos una subasta interesante.

—Depende del día —solté con dulzura.

Nikolay apretó su copa. Y yo me sentí viva.

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Cuando los invitados se marcharon, la tensión se instaló en el aire como niebla.

Subimos en silencio. En el pasillo, me detuve de golpe.

—¿Vas a encerrarme otra vez?

Se giró, lento. Se acercó sin decir nada. Su mano tocó mi mejilla. No con ternura. Con estudio. Como quien analiza una pieza única antes de decidir si vale la pena conservarla.

—No —dijo al fin—. Hoy me has recordado por qué te elegí.

—Yo no fui una elección. Fui una transacción.

Se inclinó, sus labios rozando mi oído.

—Eso crees tú. Pero incluso las jaulas más lujosas son menos seguras con aves como tú dentro.

Me quedé sola en el pasillo. Y aunque todo en mí ardía por dentro, supe que esa noche, la victoria era mía.

Esa noche me quité el vestido con la misma calma con la que una serpiente muda de piel.

Cada gesto era una declaración silenciosa: aún estoy aquí. Aún soy yo.

Guardé el vestido cuidadosamente, no por respeto a quien me lo impuso, sino por respeto a la guerra. En el juego del poder, los detalles también son armas.

Me encerré en el baño con la puerta sin pestillo. El agua caliente cayó sobre mi espalda, limpiando el perfume caro, las sonrisas falsas, los dedos de Nikolay en mi cintura mientras fingíamos armonía frente a los Antonov.

Cuando salí envuelta en la bata, Lara ya no estaba. Y eso era raro. Siempre me esperaba para desmaquillarme con cuidado, como si yo fuera una muñeca de porcelana que se podía agrietar con el roce incorrecto.

Zar maulló bajo la cama. Algo en él parecía inquieto.

Y entonces la puerta se abrió sin aviso.

Nikolay.

Vestido aún con su traje oscuro, corbata suelta y mirada cargada de silencios. No me preguntó si podía entrar. Solo lo hizo.

—¿También vas a quitarme la poca intimidad que me queda?

—Quiero hablar contigo.

—¿Ahora? ¿Después de haberme exhibido como si fuera un jarrón caro en una cena de negocios?

Él cerró la puerta. Apoyó la espalda contra ella como si no quisiera que nadie más oyera lo que estaba a punto de decir.

—Lo hiciste bien.

Fruncí el ceño.

—¿Eso es un cumplido o una advertencia?

—Ambos. Supiste manejar a los Antonov. Mantuviste tu posición sin rebeldía innecesaria. Te comportaste como una Sokolov.

—No soy una Sokolov —escupí—. No lo seré solo porque lleve tu apellido. No porque me vendieron como ganado en una subasta de lujo.

Nikolay no se inmutó.

—No puedes cambiar lo que eres. Pero puedes decidir cómo usarlo.

—¿Y tú crees que esto es una elección? ¿Tener que defender cada centímetro de mi vida como si estuviera en guerra constante?

—Bianca…

—No soy una niña malcriada, Nikolay. No estoy buscando atención ni caprichos. Estoy intentando sobrevivir a todo esto sin perderme en el proceso. Quiero tener voz. Quiero decidir algo, aunque sea el color de mis propias cadenas.

Silencio.

Sus ojos me recorrieron como si buscara algo en mi interior. Y por primera vez, no vi furia, ni deseo. Vi duda. Una chispa de algo más humano. Más peligroso.

Se acercó. Yo no me moví.

—Entonces habla —susurró—. Di lo que quieres.

Tragué saliva, el pecho alzándose con la rabia contenida.

—Quiero libertad. O al menos… un rincón donde no me sienta vigilada. Donde no tenga que ganarme el derecho a respirar.

Él no respondió. Solo se quedó allí. Observándome. Casi… escuchándome.

Y luego se marchó. Cerró la puerta con suavidad. Pero no la cerró con llave.

Zar se acercó a mí. Me agaché, lo tomé en brazos y lo abracé fuerte.

No había vencido. Pero tampoco me había rendido.

Y en ese mundo de oscuridad y contratos, de hombres con poder y mujeres atadas al silencio, yo era una chispa. Y las chispas, si no se apagan, acaban prendiendo fuego.

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