La mañana se levantó con un cielo ceniza que parecía anunciar que el día traía algo más que rutina. El contacto seguía atado en el cuarto del sótano, y aunque sus labios se habían mantenido cerrados durante horas, el ambiente en la casa era de tensión sostenida. La paciencia de Viktor y Pavel no era infinita, y Nikolay, aunque callado, no dejaba de mover los dedos como si calculara los minutos.
Yo observaba desde la puerta. No me habían dejado bajar al interrogatorio, pero tampoco me había quedado al margen. Cada palabra que subía, cada ruido seco, me mantenía alerta. Sentía el peso de la decisión que había tomado. Ya no era la chica que huía, ni la víctima que esperaba ser salvada. Ahora era parte activa de esta guerra.
—¿Nada aún? —pregunté al ver salir a Viktor, limpiándose las manos con una toalla que no necesitaba.
—Dice que no sabe nada —respondió con una mueca—. Pero mentir cansa más que confesar.
Nikolay apareció detrás de él, con la camisa arremangada y la mirada afilada.
—No