Verdades a Medias.
El viento cambió de golpe, arrastrando el olor de las sirenas y de la sangre como un presagio. La calle parecía estrecharse, las paredes más cercanas, como si el mundo estuviera plegándose alrededor de ellos, haciéndose menos y menos real.
Isela cerró los dedos sobre la llave que Damian le ofrecía. El metal estaba helado, casi vivo, como si palpitara en su palma. La lluvia la lavaba, pero no lograba quitar la sensación pegajosa de las visiones que aún la rodeaban.
—La puerta —repitió Damian, apremiante—. Si no la cruzamos ahora, no saldremos.
Isela alzó la vista. Entre los edificios en ruinas que aparecieron de la nada, a través del velo de agua y humo, distinguía algo que no estaba allí antes: un arco de hierro ennegrecido, incrustado en la pared como la boca de un túnel. No tenía letreros ni cerradura, solo una ranura estrecha en la que encajaría exactamente la llave que sostenía.
Leo se adelantó un paso, interponiéndose entre ella y el arco. Sus ojos buscaban los suyos, desesperado