Unidos.

El silencio se extendía como una herida viva. No era el silencio natural de un espacio vacío, sino uno denso, vibrante, lleno de respiraciones que no existían.

Cayden abrió los ojos.

Al principio no entendió qué era la luz. Todo era blanco, brillante, inmóvil. El aire olía a metal estéril y electricidad quemada. Cuando intentó moverse, sintió el tirón de los cables adheridos a su piel, las agujas incrustadas en los brazos, los tubos que bajaban por su garganta.

El instinto tomó el control. Arrancó los conductos con una fuerza desesperada. El sonido fue húmedo, áspero, como si desgarrara algo más que carne. Cayó de rodillas al suelo, tosiendo, las manos manchadas de sangre y de líquido transparente.

El suelo bajo él estaba frío, casi vivo. Respiró con dificultad. Cada inspiración dolía, como si el aire estuviera hecho de fragmentos. A su alrededor, cámaras de contención se extendían a lo largo de una sala circular. Todas estaban vacías, excepto una: la suya.

Sobre su cabeza, el símbolo
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