Peligros.
El reloj del microondas marcaba las 6:12 p.m., aunque en el departamento parecía siempre de madrugada. Las persianas seguían cerradas, las luces bajas, el aire viciado.
Isela estaba en el suelo, descalza, con el cuaderno negro abierto frente a ella y las fotos dispersas como cartas de tarot. No recordaba la última vez que había dormido. Tenía las manos manchadas de tinta y café frío, el cabello pegado al rostro.
Rufián se había escondido bajo la cama desde hacía horas. Solo salía para beber agua y volvía corriendo al mismo rincón.
En el pasillo del edificio, pasos.
Alguien subía la escalera con tacones.
Isela se arrastró hasta la mirilla. Por el ojo redondo vio a Livia, su compañera de universidad. Livia tocaba la puerta con los nudillos, mirando a ambos lados como si la hubieran seguido.
—Isela, soy yo. Ábreme, por favor.
La voz de Livia era un hilo nervioso.
Isela dudó. Quería gritarle que se fuera. Que no entrara. Pero la vio tan pálida, tan fuera de lugar en ese pasillo lúgubre, q