La Caja.
El golpe de la puerta del balcón al cerrarse tras Selena retumbó como un disparo.
Isela se quedó quieta, con la boca entreabierta, el cuchillo en el suelo, y las fotos y el cuaderno sobre la mesa. El aire olía a metal, a polvo viejo y a algo que no supo identificar.
Rufián subió al sofá, pero no se relajó: seguía con el pelo erizado, la mirada fija en la ventana abierta, como si esperara que alguien más saltara de vuelta.
Isela se dejó caer en la alfombra. Las manos le temblaban tanto que apenas podía sostenerse. Sintió un zumbido en los oídos.
Selena.
Selena.
La palabra daba vueltas en su cabeza como un insecto atrapado.
Todo lo que creía saber de su vida, las risas en la cafetería, los mensajes de madrugada, las confidencias, se había roto como cristal. Ya no había universidad, ni rutinas, ni seguridad. Solo ese cuarto partido por la luz azul y la sombra.
La mirada de Isela fue hacia el cuaderno negro. Estaba ahí, abierto como un animal dormido, con hojas arrancadas y otras llenas d