La Parca.
El departamento estaba tan silencioso que parecía un animal conteniendo la respiración.
Las cortinas se movían apenas, cargadas del viento frío de la madrugada, y en la penumbra la luz de la farola exterior dibujaba en la pared una especie de rejilla rota, como barrotes deformes. El reloj del pasillo marcaba las diez de la noche, pero cada segundo parecía estirarse infinitamente hasta convertirse en minutos.
Isela y Livia se sentaron en el suelo, junto a la mesa baja del living. Sobre la madera, el cuaderno negro abierto mostraba sus páginas como una herida expuesta. Rufián, todavía erizado, daba vueltas inquieto por la cocina sin atreverse a acercarse.
—No puedo creer que todo esto estuviera pasando —murmuró Livia, apenas moviendo los labios, luego de que Isela le confesara la verdad—. No puedo creer que nunca me dijiste nada.
Isela tenía las manos sobre las rodillas, crispadas, los nudillos blancos. No podía dejar de mirar el cuaderno. Sentía que, si apartaba la vista, todo el conte